Asociación Juvenil Razia
EPÍLOGO
Parte I: Cenizas
Era la primera vez que Atrea Thalysios salía de casa en muchas semanas. Le había costado mucho convencer a su madre, pero después de una larga temporada sin percances, Ískrata al fin había cedido a sus súplicas y le había dejado abandonar los muros de su casa mientras uno de sus hombres la escoltara. El pueblo de Ephidas volvía a ser el remanso de paz que acostumbraba a ser antes de la visita de aquellos extranjeros, sobre todo ahora que hasta el propio Kortona había vuelto a Zalata. Pero, sin duda el pueblo ya no era el mismo.
La plaza ya no tenía tanta actividad como antes de que aquellos hombres la secuestraran. La joven no sabía con certeza lo que había pasado en su ausencia pero lo que sí podía notar era que la mayoría de habitantes que antes pululaban con alegría por las calles de Ephidas ya no estaban. Algunos de los vecinos habían muerto ante los ataques de los guerrilleros y muchos de los cultivos habían quedado arrasados. Aquello iba a notarse cuando llegara la temporada de cosecha. Tampoco veía a aquella repudiada que siempre iba de aquí para allá, ni a los guardias vigilando la plaza, incluso algunos puestos del mercado estaban completamente abandonados. También podía ver por la plaza marcas de quemaduras y paredes calcinadas. Según oyó decir a los pocos que quedaban en Ephidas, aquel espectro de fuego que rondaba las afueras por las noches se había adentrado en el pueblo, causando estragos. Pero lo más preocupante de todo era que la iglesia de Thiarn había quedado desierta. El silencio reinante en el pueblo demostraba la devastación que había causado aquella reunión tan funesta.
La situación le causaba un gran pesar a la joven Atrea y sumida en sus pensamientos sombríos vagó hasta acabar introduciéndose en el bosque. Sus pasos la condujeron hacia un pequeño túmulo, no recordaba haber estado allí nunca y su extraña forma le causó una gran curiosidad. Al aproximarse a él vio una inscripción que no logró entender y al pasar su mano sobre las letras notó una sensación extraña. Aquellas piedras estaban calientes, como si un fuego del que no quedaba rastro alguno ardiera bajo el túmulo.
Parte II: Ascuas
Todavía quedaban en la chimenea unas pocas brasas de la noche anterior. No tardará mucho en calentarse la habitación, pensó Varos. Mientras tanto se acercó al balcón del despacho. Desde allí podía ver entrenar a la élite del Imperio de Hemeros. La Legión Imperial eran soldados profesionales, nada que ver con las levas que se reclutaban en tiempos de guerra. Estos eran hombres duros, que hacían de la guerra un arte, equipados con las mejores armas del Imperio. Tal era la fama de estos soldados que en muchas ocasiones solo hacía falta su presencia en el campo de batalla para que nobles pretenciosos que osaban desafiar al Emperador dejaran las armas y volvieran a acatar la ley de Hemeros. Apenas había despuntado el alba, pero los soldados ya estaban enfundados en sus armaduras y los yunques de la fragua repicaban en la Ciudadela de Orses.
La formidable ciudadela era el cuartel de la Legión Imperial, y desde que él era Alto Mariscal de los ejércitos imperiales había pasado a ser su hogar, aunque desde la muerte del Emperador Aelios IV cada vez pasaba más tiempo en la corte de Caradria, a pesar de que odiaba codearse con aquellos petulantes que competían por obtener favores y rentas. En la ciudadela todo era más sencillo, entrenar y leer a los grandes generales del pasado, esa había sido su vida desde que entró en la Legión Imperial, a pesar de que desde hacía algunos meses las noticias que llegaban de la guerra en Atania ocupaban casi todos sus pensamientos. Cierto era que los atanios siempre habían guerreado entre sí, pero que Zalata asaltara Vicare era otra cosa.
Al poco de sentarse en la mesa para supervisar los gastos de intendencia de la ciudadela su ayudante irrumpió en el despacho.
-¡Alto Mariscal, Señor! -dijo entre jadeos- Un mensajero ha traído este mensaje. Dice que es urgente. Llevaba días de viaje sin descanso. Ha caído desplomado cuando ha bajado del caballo.
Varos se levantó a recoger la carta y esperó a volver a sentarse para leerla. Su ceño se iba frunciendo cada vez más a medida que leía aquel papel. Terminó p or levantarse y dar vueltas a la mesa, hasta que estampó la carta contra la mesa de un manotazo y se quedó inmóvil un instante.
-Ensilla mi caballo y prepara provisiones -ordenó a su ayudante de cámara.
-¿Donde va, Señor?
-A Caradria. Y prepara a las tropas para movilizarse, a mi regreso marcharemos hacia Atania.